Rafael Carrillo, Traductor: Historia de la Filosofía. Tomo I
Abstract
La pasión es la acción de control y de dirección ejercida por una emoción determinada sobre la personalidad total de un individuo humano. Esa pasión fue la que siempre acompañó al maestro Rafael Carrillo durante su vida. Rafael Carrillo fue un maestro tierno y candoroso, comprensivo y casi tan pequeño como el más pequeño de sus antiguos alumnos. Sus enseñanzas fueron vivas, llenas de fuerza filosófica, de poesía vegetal y de alimentos terrestres. No fue autor de multitudes, no sirvió como bandera ni como bálsamo. Quizás fue el último filósofo colombiano –normalizador de la filosofía– que reía y uno de los que no perdió la ilusión de vivir en medio de nuestras calles pobladas de fantasmas, de recuerdos y odios, venganzas y rencores. Siempre luchó contra el oscurantismo de las luces, contra la iglesia sin misterio y sin lágrimas. Siempre nos dijo que cuando alguien reflexiona y no empeora, en realidad no piensa, más bien repite letanías y rumia bálsamos teóricos. No sufrió nunca de ese mal común que carcome el alma de nuestros intelectuales de la “Vita activa” del siglo XX, llamada la neurosis excesiva. Su modestia se pasó de límites y quizás por eso no se le atribuyó lo que realmente se merecía. Fue el maestro infatigable de la mayoría de promociones de filósofos y humanistas desde la fundación del Instituto de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional en 1946 hasta el año 1996 cuando murió. Alrededor de todos los corazones que recibimos clases, libros, o algún consejo, se guarda un silencio profundo en el que sus palabras se yerguen como estatuas milenarias. Siempre le dije que su obra filosófica es el acontecimiento más importante para nuestra incipiente filosofía moderna y contemporánea. Siempre me respondía con un poema de Hördeling y una tierna sonrisa. La suya fue una voz que se alzó desde el nítido desgarramiento de la lucidez, desde el hundimiento de las razones tranquilizadoras: una voz que no cede a la seducción del confuso balbuceo, y donde siempre estuvo presente el humor. Para el maestro Rafael Carrillo, todos los días recomenzaba la vida. La primera vez que fui a almorzar con él me di cuenta que lo hacía con gente sencilla y comensales casuales. Desde entonces comprendí que su vivienda solo era para él, una loa al estudio, un abrigo contra el frío y un techo para dormir, y es que en sí mismo encontró un hogar; su sombra y lumbre, refugio y paz. Fue un solitario maestro sumergido en sí mismo, en la plenitud de su savia, como un roble en otoño
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